El automóvil de Lola se acerca a un cruce y se detiene. Por su izquierda llega también al cruce el automóvil de López, pero López no se ha detenido. ¿Qué hacer? Lola reflexiona. Si ahora cambia de idea y decide seguir adelante, los dos vehículos chocarán. Mejor quedarse donde está y esperar.
El intrépido López, en cambio, ve las cosas de manera diferente. Ve que Lola ha decidido detenerse y está esperando a que él pase. Si ahora López cambia de idea y se detiene también, ninguno de los dos se moverá de su sitio. No es una perspectiva muy tentadora, de manera que decide seguir adelante.
Tanto Lola como López han tomado la decisión más conveniente –desde su punto de vista–. Cambiando de idea sólo podían haber empeorado las cosas. Finalmente, el desenlace se ha resuelto a gusto de todos: han alcanzado el ‘equilibrio de Nash’.
No, el equilibrio de Nash no tiene nada que ver con el yin ni con el yang. Se usa ese término para describir una situación en que ninguno de los participantes saldría ganando si cambiara de estrategia. Y es un concepto matemático esencial de la llamada ‘teoría de juegos’.
El nombre de esa teoría parece una broma, pero no lo es. La teoría de juegos consiste en averiguar cuál es la mejor estrategia para un conjunto de ‘jugadores’ si cada uno decide su propia estrategia en función de la que decidan los demás. Aunque a primera vista no lo parezca, la solución no es evidente, y se puede complicar muchísimo a medida que aumenta el número de participantes.
Una mente original
Durante mucho tiempo, los matemáticos se habían contentado con estudiar situaciones relativamente simples. Si usted juega a cara o cruz, al ajedrez o al tenis, la victoria de uno siempre conlleva la derrota del otro, y no hay mucho más que investigar: son juegos de suma cero. Así estaban las cosas cuando apareció John Nash.
John Forbes Nash nació en 1928 en West Virginia, Estados Unidos. Como tantos otros genios futuros, era un niño solitario que devoraba libros. Y, además, sorprendentemente original. En cierta ocasión, uno de sus profesores explicó a su madre que aquel niño no sabía resolver los problemas de matemáticas… hasta que se descubrió que el pequeño Nash prefería idear sus propios métodos para resolverlos.
Sin embargo, dudó mucho antes de decidirse a estudiar matemáticas. Al principio quería ser ingeniero, como su padre, pero luego se interesó por la química y, finalmente, se decidió por las matemáticas. Consiguió una beca para estudiar en la prestigiosa universidad de Princeton, pero apenas aparecía por las clases. No le interesaban aquellas matemáticas. Tenía sus propias ideas, que se materializaron, pocos años después, en una tesis doctoral sobre “juegos no cooperativos". (Juegos en los que cada jugador decide sin tener en cuenta a los demás).
Su futuro en la universidad parecía imparable, y algún que otro profesor se refirió a él abiertamente como ‘un genio’. Pero un giro imprevisto del destino cambió radicalmente su vida. En 1959, cuando su esposa estaba embarazada de su primer hijo, empezó a oír voces y a padecer extrañas obsesiones. De pronto, declaraba, todos los hombres que llevaban una corbata roja eran comunistas que conspiraban contra él.
Apenas había cumplido los 30 años. Le diagnosticaron esquizofrenia paranoide, y su vida cambió radicalmente. Su comportamiento se volvió impredecible y sus investigaciones matemáticas se estancaron. Vagaba por el campus de la universidad como un fantasma, sin rumbo fijo, y llenaba pizarras y pizarras de garabatos y ecuaciones incomprensibles.
Finalmente, abandonó su puesto en la universidad. Su vida se convirtió en un calvario. Las voces no se iban. Fue hospitalizado en varias ocasiones y se sometió a todo tipo de tratamientos, algunos de ellos todavía experimentales. Su matrimonio tampoco se libró de la catástrofe, y su mujer se divorció de él en 1963.
Ignorar las voces
A mediados de los años 80, sin embargo, su estado empezó poco a poco a mejorar. Alicia, su ex-esposa, se apiadó finalmente de él y lo acogió en su hogar. El apoyo psicológico de ella fue esencial para su recuperación. Nadie entiende muy bien cómo sucedió. Según el propio Nash, él era consciente de que estaba alucinando y había decidido “racionalmente” ignorar aquellas voces. Las percibía como reales, pero entendía que no lo eran y se esforzaba por convivir con ellas.
Tras una larga lucha consigo mismo, lo logró. Regresó al mundo académico, y su prestigio fue creciendo hasta el punto de que, en 1994, le concedieron el premio Nobel de economía. Su vida se estabilizó de nuevo. Recuperó la confianza en sí mismo y retornó a la investigación. En 2015 recibió uno de los galardones más preciados para un matemático: el premio Abel.
Las investigaciones de Nash han contribuido, y no poco, a más de una disciplina científica: no sólo a las matemáticas y a la economía, sino también a la informática o a la biología de la evolución. El ‘equilibrio de Nash’ es hoy un concepto fundamental en la teoría económica, y en áreas tan alejadas de las matemáticas como las relaciones internacionales o el comportamiento de los votantes.
Sin embargo, el equilibrio de Nash no es una panacea. En la práctica, a veces, el resultado viene a ser un juego de suma cero. Supongamos, por ejemplo, que Pepicola y Cococola acaparan todo el mercado de los refrescos. Si Pepicola invierte grandes cantidades en publicidad, Cococola no se puede quedar atrás y estará obligada a hacer lo mismo. El equilibrio de Nash se convertirá así en una carrera interminable, en la que las dos empresas estarán siempre empatadas. Y malgastarán su dinero inútilmente.
Nos suena, ¿verdad?
Los economistas lo usan también para anticiparse a la evolución de los precios y para idear estrategias de gestión. Pero, como todas las ciencias, tiene su lado oscuro: es también una herramienta para predecir las reacciones de las personas y, por lo tanto, para controlar las sociedades.
Los avances científicos siempre han servido tanto para el bien como para el mal. El problema no es la ciencia, sino sus propietarios. Como la mayoría de los científicos –en el caso de Nash, casi literalmente–, aquel hombre vivía en las nubes y probablemente nunca deseó que sus teorías hicieran mal a nadie. Fue uno de los matemáticos más brillantes del siglo XX, y su triunfo frente a una devastadora psicosis fue un raro ejemplo del predominio de la razón frente a los desvaríos de la mente humana.
La peripecia de su vida y de su lucha contra la enfermedad ha llegado hasta nosotros gracias a una biografía escrita por Sylvia Nasar, titulada "A beautiful mind", que dio lugar, pocos años después, a una película con el mismo nombre. En español: “Una mente maravillosa”. Si todavía no la ha visto y le interesa el tema, no lo dude. Vale la pena.