Nadie sabe con certeza quién inventó el microscopio. Hay quien lo ha atribuido a Galileo, que después de explorar los astros del firmamento habría sentido curiosidad por la naturaleza íntima de las cosas. No sería de extrañar. Lo que sí sabemos es que, en ese mismo siglo, el holandés Antonie van Leeuwenhoek se apasionó por los microscopios y, gracias a ellos, consiguió asomarse a un mundo hasta entonces desconocido: el mundo de las bacterias y de los protozoos.
Buscando colores
Para distinguir mejor las formas de aquellos diminutos seres, se le ocurrió teñir sus muestras con azafrán. Fue un primer intento. La idea fue evolucionando y, más de un siglo después, terminó con dos personajes singulares en la Sala de Conciertos de Estocolmo, donde recibirían solemnemente el premio Nobel de Fisiología.
Pero empecemos por el principio.
El azafrán que utilizaba van Leeuwenhoek fue pronto sustituido por el carmín, que los tejedores de la época usaban ya para teñir sus telas desde hacía muchos años. El carmín resaltaba con claridad los gránulos de clorofila, pero era sólo un primer paso en lo que sería una búsqueda incansable de colorantes para los microscopios. Después del carmín vendrían muchas otras sustancias: cinabrio, sulfato de cobre, cloruro de oro, nitrato de plata, añiles.
A mediados del siglo XIX, en un laboratorio casero, un oscuro médico italiano combinaba incansablemente unos y otros colorantes, empeñado en visualizar con nitidez los complicados paisajes del cerebro humano. Aquel médico desconocido se llamaba Camillo Golgi.
Un bosque incomprensible
Golgi había nacido en una aldea remota de los Alpes italianos. Estudió medicina, como su padre, precisamente en unos años en que las ciencias en Italia estaban reverdeciendo. Muchos jóvenes profesores, que habían estudiado en Austria y Alemania, estaban regresando por entonces a las universidades italianas.
En la cocina de un hospital cercano a Milán, Golgi empezó a experimentar con todo tipo de tinturas. Su obsesión era el sistema nervioso, el más complejo y, hasta entonces, el más difícil de visualizar bajo el microscopio. Un año más tarde, sus esfuerzos dieron fruto. Había descubierto una técnica que terminaría llevando su nombre, y que inauguraría una nueva disciplina: la ciencia neurológica.
Pero no era tan fácil entender lo que realmente sucedía en aquellas muestras. El anatomista Joseph von Gerlach lanzó la primera teoría: las células nerviosas formaban una especie de bosque, en el que sus extremidades –los axones y las dendritas– estaban entrelazadas. Lo que sucedía en aquel bosque, sin embargo, era un misterio.
Golgi se atrevió a ir aún más lejos. Según él, aquellas células del cerebro –las neuronas, como finalmente se terminaron llamando– se tocaban entre sí y se comunicaban mediante impulsos eléctricos. Publicó aquella teoría en una revista de modesto alcance, pero sus resultados pasaron inadvertidos. En su texto ni siquiera había incluido imágenes.
Paisajes japoneses
Entre tanto, los primeros fotógrafos experimentaban con otras sustancias. Habían observado que las sales de plata se oscurecían cuando las exponían a la luz del sol. Parecía milagroso: sumerja usted una placa fotográfica en cloruro de sodio y seguidamente en nitrato de plata, y una imagen hasta entonces invisible se revelará ante sus ojos. Aquella misma fascinación experimentó, en España, un oscuro médico llamado Santiago Ramón Cajal.
Aquel médico español, más conocido como ‘Ramón y Cajal’ o, simplemente, ‘Cajal’ (Ramón era su primer apellido), resultó ser un excelente dibujante. Cuando se asomó por primera vez a un microscopio, la tentación de dibujar con sus sombras y colores lo que allí estaba viendo –los glóbulos blancos y rojos de la sangre de una rana– fue irresistible.
Aquella experiencia despertó en él una pasión absorbente. Dedicaba todas sus horas libres al microscopio y apenas descansaba. Cuando, en el laboratorio de un colega, vio por primera vez una imagen de neuronas, quedó fascinado. Según él, aquel paisaje era como “un dibujo en tinta china sobre un papel japonés transparente”. A partir de aquel momento, se dedicó exclusivamente a estudiar el tejido nervioso.
El salto de la rana
Para entonces ya se había aceptado que las neuronas se comunicaban mediante señales eléctricas. El italiano Luigi Galvani lo había descubierto experimentando con ancas de rana. Pero ¿cómo sucedía exactamente? Para Cajal, la teoría de Golgi no era del todo satisfactoria. En las imágenes que él veía había huecos que no conseguía colorear. Aquellos huecos, pensó, tenían que ser reales.
Y los impulsos nerviosos, por lo tanto, se transmitían a través de aquellos huecos. Al fin y al cabo, también la corriente eléctrica ‘saltaba’ a veces entre dos materiales conductores. Además, había observado que, en la retina, las dendritas estaban orientadas hacia el exterior, mientras que los axones se prolongaban hacia el interior. Sólo había una explicación: las dendritas percibían el estímulo de la luz, y los axones respondían enviando señales al cerebro.
Era una teoría revolucionaria. Las neuronas no estaban realmente conectadas entre sí, y la hipótesis de Golgi quedaba en entredicho.
Un premio controvertido
A partir de aquel momento, y a pesar de los intentos de Cajal, Golgi evitó todas las ocasiones de encontrarse con él. Se desencadenó una polémica entre los dos científicos. El español, según Golgi, estaba más interesado “en ideas doctrinales que en hechos reales”. Cajal, por su parte, tildaba a los partidarios de Golgi de “fanáticos”.
Pero, aun así, seguía intentando entrevistarse con su oponente. En 1903, Cajal pasó unas vacaciones en Italia y se detuvo en Pavía, donde residía Golgi, que ‘casualmente’ se encontraba también de vacaciones. Cuando, finalmente, en 1906 el comité del premio Nobel decidió –no sin discrepancias– adjudicar el premio de aquel año a él y a Golgi, Cajal trató de tener un encuentro con el italiano. Golgi no quiso saber nada y se atrincheró en su hotel.
La ceremonia de entrega de los premios fue también polémica. En su discurso de agradecimiento, Golgi se burló sin mucho disimulo de las teorías de Cajal. En su asiento, entre tanto, a Cajal le hervía la sangre. Cuando le llegó el turno, subió al estrado y se mofó a su vez de Golgi, ironizando sobre la aparente tendencia de la naturaleza a complicar innecesariamente las cosas.
Pese a todo, Golgi siguió en sus trece. Su vanidad nunca le permitió reconocer la derrota. Mientras tanto, Cajal se hacía mundialmente famoso. En todas partes era admirado. Lo agasajaban con bandas de música y hasta erigían estatuas en su honor. En 1956, utilizando un microscopio electrónico, el investigador Sanford Palay obtuvo por primera vez la imagen de una sinapsis neuronal. Las neuronas, tal y como Cajal había sospechado, no se tocaban unas con otras. Definitivamente, Golgi estaba equivocado.