Tápate por si llueve
Las pirámides de Egipto no son el único misterio que ha intrigado a más de un arquitecto. En la isla de Pascua, a 3.500 kilómetros del continente más cercano, hay cerca de mil estatuas que hacen también las delicias de los misteriólogos.
Las estatuas, que miden en promedio unos diez metros de altura, fueron erigidas por los rapa nui hace más de cuatro siglos, y originalmente tenían la cabeza cubierta por una losa de dimensiones considerables. Concretamente, unos dos metros de lado y cerca de doce toneladas de peso. Sin embargo, ese tipo de piedras sólo se encuentra en el otro extremo de la isla. ¿Cómo hicieron los rapa nui para decorar aquellas estatuas con tan originales sombreros?
En 2018, varios investigadores propusieron una explicación convincente. Los extraterrestres, en realidad, no eran necesarios. Las rocas originales, según ellos, habían sido talladas en forma de cilindros y trasladadas rodando hasta su destino. Los rapa nui habían construido entonces una rampa desde el suelo hasta la cima de las estatuas, y entre diez o quince fornidos aborígenes la habían empujado hasta lo alto con ayuda de una cuerda. Una vez asentada, la habían tallado de nuevo hasta darle su forma final.
Voilà.
El día en que fue de noche
En mayo de 1780, alguna que otra crónica dejaba constancia de un misterioso fenómeno. Por lo visto, el cielo se había oscurecido tanto que, a mediodía, los habitantes de Nueva Inglaterra tenían que comer a la luz de las velas. Los pájaros nocturnos rompían a gorjear, muchas flores cerraban sus pétalos y los animales se comportaban extrañamente. Todavía hoy, son muchos los que creen que aquella enigmática oscuridad se debió a causas sobrenaturales.
Los más incrédulos lo achacaron a la erupción de un volcán, pero los datos de que disponemos hoy desmienten aquella teoría. Tuvieron que pasar más de dos siglos para que un equipo de investigadores estudiara el asunto. Tras observar los anillos de los troncos de muchos viejos árboles, llegaron a una conclusión: la oscuridad se debió a un gigantesco incendio que habría devastado bosques cercanos. En lugar de extenderse, la columna de humo había ascendido hasta la atmósfera superior en tales cantidades que había terminado ocultando la luz del sol.
No sabemos si la población de Nueva Inglaterra disminuyó a raíz de aquel episodio pero, en nuestros días, cierto psicópata multimillonario estaría encantado de repetir la experiencia.
La gran burbuja
En 1997, un equipo de investigadores navegaba por aguas de América del Sur. De pronto, mientras rastreaban el fondo del océano en busca de volcanes, sus micrófonos captaron un sonido inesperado: algo así como el estallido de una burbuja. Habrá sido una ballena, pensaron. La NOAA, de hecho, afirmó poco después que el origen de aquel sonido era posiblemente biológico.
Pero resultó que eso era imposible. A 4.800 kilómetros de aquel barco, los micrófonos de otro barco diferente detectaron también aquel mismo sonido.
No, no era ningún monstruo. El misterio se resolvió ocho años después, cuando diversos investigadores empezaron a captar sonidos similares cerca de la Antártida. No hacía falta ser muy espabilado para comprender que el estallido de aquellas burbujas se debía, simplemente, al desgajamiento de grandes trozos de hielo de los icebergs en aquellas heladas aguas: un terremoto de hielo.
O sea, un... ¿hielomoto?
Luces telúricas
Y, hablando de terremotos, los misteriólogos dedican mucha atención a un fenómeno que se ha observado a veces cuando la tierra tiembla. Antes de que sobrevenga un seísmo (incluso hasta varias semanas antes), algunos testigos han comentado la aparición de extrañas luces –destellos azulados, o extraños relámpagos– que emanan de la superficie de la tierra, a veces a muchos kilómetros de distancia del epicentro.
No sólo esos testigos. Muchos radioaficionados saben ya que, cuando la tierra trepida, las comunicaciones experimentan interferencias. Hay incluso vídeos del misterioso fenómeno. Algunos de ellos fueron grabados durante el reciente terremoto de Turquía, pero se conocen testimonios similares desde el siglo XVII.
Desde las alteraciones del campo magnético terrestre hasta los inevitables extraterrestres, las explicaciones no han escaseado. Sin embargo, si bien se piensa, no hay tal misterio. Antes de un terremoto, la corteza terrestre experimenta enormes presiones que el seísmo terminará liberando. Sometidos a semejantes presiones, los enlaces químicos presentes en ciertas rocas se rompen y desprenden iones de oxígeno, que en grandes cantidades alteran el equilibrio eléctrico de la atmósfera y se traducen en descargas eléctricas.
Si por un casual se le ocurriera a usted asistir a tan sobrecogedores fenómenos, ármese de paciencia. Que se sepa, sólo un 0’5 por ciento de todos los terremotos generan ese tipo de destellos.
Fuegos fatuos
O, bien pensado, acuda usted mejor a una ciénaga, preferiblemente de noche. Y tranquilícese. Probablemente, las luces azulosas que –con suerte– podrá contemplar sobre la pantanosa superficie no serán el ectoplasma de sus bisabuelos. Las aguas cenagosas emiten metano, dióxido de carbono y varios compuestos que contienen difosfano, que reacciona fácilmente con el oxígeno de la atmósfera. Es decir, arde.
La presencia de esos gases se debe a la descomposición de la materia orgánica acumulada en las aguas estancadas. Que, a su vez, está causada por ciertas bacterias. Por eso, el reciente descubrimiento de fosfanos en la atmósfera de Venus ha llevado a algún que otro científico a sospechar que aquel planeta, cuya superficie es radicalmente inhóspita para cualquier ser vivo, alberga realmente vida… sólo que en sus nubes. Vivir para ver.
Rocas viajeras
Los rumores no pasaban de la categoría de leyenda hasta que empezaron a aparecer las primeras fotografías. Y sí, efectivamente había un valle de California, en el desierto de Mojave, en el que las rocas se movían solas. Créaselo o no. Pero, antes de entrar en detalles, tratemos de imaginar el escenario.
Las rocas viajeras, algunas de más de trescientos kilogramos de peso, están diseminadas a lo ancho de un valle, sobre un suelo terroso que en tiempos fue el lecho de un lago. Y no se mueven muy aprisa. De hecho, sólo podemos apreciar que se desplazan por el rastro que han ido dejando en el suelo con el paso de los años. Las imágenes son impresionantes. Algunas rocas parecen haberse movido centenares de metros, a juzgar por la ‘estela’ que han ido dejando.
Durante el día, la temperatura en el desierto de Mojave alcanza fácilmente los 45°C, pero durante la noche no es raro que hiele. Los desiertos son así. En 2011, un grupo de investigadores instaló sensores de GPS en las andarinas rocas, y dejaron pasar los años.
Durante una visita de rutina al lugar de los hechos, descubrieron por casualidad en el suelo una delgada capa de agua que, por las noches, se congelaba. Patinando sobre la fina capa de hielo, y ayudadas por el viento, las rocas más livianas efectivamente se movían. ¿Cómo de aprisa? Según los investigadores, unos cuantos metros por minuto. En el mejor de los casos.
Pero, cuidado. Las rocas de mayor tamaño no se deslizan tan fácilmente como las más pequeñas. El misterio no está del todo disipado, y los investigadores tienen todavía materia para rumiar.
No se preocupe. Alguien algún día dará con la solución. A lo largo de la historia, los ectoplasmas siempre han terminado perdiendo la batalla.