Química y geografía
Los lectores fieles a este blog recordarán que la palabra ‘cobre’ viene del latín ‘cyprium’. Es decir, del griego ‘Kypros’, que era el nombre de la isla de Chipre, antiguo emporio de las minas de ese metal. Pero el nombre no lo decidieron ni el rey de Chipre ni los demás habitantes de la isla, que ya vivían allí.
No siempre ha sido así. El patriotismo o, simplemente, la vanidad han apadrinado el nombre de muchos de los elementos químicos que conocemos hoy. Así sucedió, por ejemplo, en Suecia, donde la pequeña localidad de Ytterby sirvió para bautizar cuatro nuevos elementos descubiertos en sus inmediaciones: iterbio, erbio, terbio e itrio. Al otro lado del Atlántico, el americio tomó su nombre de América, el berkelio de la Universidad de Berkeley, y el tenesino de cierto laboratorio del estado de Tennessee.
Inevitablemente, Francia tenía que dejar también su impronta en la tabla periódica –la ‘grandeur’ no perdona– y fue así como se inscribieron en el diccionario el francio, el galio y, en alusión a la ciudad de París, el lutecio. Tampoco los rusos se quedaron atrás y registraron el dubnio, que remitía al Instituto de Investigaciones Nucleares de Dubna.
Que se sepa, sólo en una ocasión ha sucedido lo contrario. El nombre de Argentina se inspiró, aunque no exactamente en la plata, sí en las plateadas aguas del Río de la Plata, inseparable de la historia de ese país. Por suerte. De no haberse conocido la plata, Argentina tendría hoy por nombre algún trabalenguas lunfardo indescifrable.
Ojos, olores y amaneceres
En la antigüedad, en cambio, se interesaban más por las cualidades de las sustancias. Así lo atestiguan tres elementos químicos que terminan en ‘-geno’: hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. Es decir: generadores de agua, de nitrato de potasio y de ácido, respectivamente.
A veces, las cualidades que les daban nombre eran mundanas, o cotidianas. Ese fue el caso del antimonio, cuyo símbolo químico es Sb: abreviatura del latín ‘stibium’, que las damas griegas y romanas usaban como pintura de ojos. La propiedad de derretirse fácilmente dio nombre al flúor (del latín ‘fluere’ o fluir). Además, el griego ‘fósforos’ significaba ‘portador de luz’, y ‘cloros’ significaba ‘verde’. Y, como dato curioso, ‘tungsteno’ en sueco significa ‘roca pesada’.
En el lado de las propiedades desagradables se encuentra el bromo, que significaba originalmente ‘tufo’, y el osmio, que era sinónimo de ‘olor’. Los efluvios de tetróxido de osmio, por lo visto, no son los más idóneos para fabricar ambientadores.
Si orientamos nuestra mirada a la naturaleza, el latín ‘aurum’, que terminó convirtiéndose en ‘oro’, designaba, simplemente, el color amarillo. Por ejemplo, el de las auroras al amanecer. Igualmente, ‘zirconio’ en árabe significaba ‘dorado’, y el término ‘platino’ nació del español ‘platina’. O, como diríamos ahora, ‘platilla’.
Pero aún hay más. El símbolo químico del mercurio es Hg porque su nombre original era ‘hydrargyros’, en griego. Es decir, ‘plata acuosa’. Como recordarán los usuarios de los antiguos termómetros, el mercurio es un metal espejeante y perfectamente líquido a temperatura ambiente. Los alquimistas lo consideraban muy parecido al oro, y por eso le pusieron el nombre… del planeta más cercano al Sol.
Nombres astronómicos
Ya que hablamos del mercurio, hay unos cuantos elementos químicos que deben su nombre a la astronomía. El caso más evidente, naturalmente, es el del Sol (en griego, ‘helios’), que dio nombre al helio. Por cierto, en la corona solar se descubrieron también otros dos elementos: el neón (o ‘nuevo’) y el argón (o ‘inactivo’). Y, descendiendo a los planetas, el telurio hace referencia a nuestra Tierra, mientras que el neptunio, el uranio y el plutonio se refieren a esos tres planetas en los que usted está pensando.
Por alguna razón que desconozco, los químicos pasaron por alto unos cuantos planetas, y todavía no he conseguido averiguar por qué el cerio tuvo que tomar el nombre de un minúsculo planeta enano (Ceres), y el paladio del humilde asteroide Palas.

Anhelos de eternidad
Cuando he mencionado la vanidad, no hablaba por hablar. Algún que otro investigador consiguió inmortalizarse gracias a la química. Ese fue precisamente el caso de Marie Curie y de Lise Meitner, que legaron a la posteridad el curio y el meitnerio, respectivamente.
En un caso al menos, el nombre respondía a afanes reivindicativos. Marie Curie, que junto a su marido había descubierto el polonio, decidió bautizar el nuevo elemento con el nombre de su patria irredenta: el reino de Polonia, que por aquellas fechas estaba bajo el control de Rusia, Alemania y Austria-Hungría.
No se sabe muy bien si por deseos de inmortalidad o por falta de imaginación, al lector no le sorprenderá averiguar que el seaborgio fue descubierto por Glenn T. Seaborg, y el oganesón por Yuri Oganessian.
Maldiciones subterráneas
A mediados del siglo XVI, el minerálogo Georgius Agricola publicó un curioso libro sobre los animales subterráneos, donde describía ciertos demonios que, según él, habitaban las minas. Uno de ellos era el annebergius, un temible caballo que exhalaba un gas venenoso capaz de matar ‘a más de doce trabajadores en una mina’.
Pero los más escurridizos eran los kobolds, unos demonios enanos que se vestían igual que los mineros. Los kobolds, escribió Agricola, “no suelen molestar a los mineros, pero se pasean por las galerías sin hacer nada realmente, aunque fingen estar siempre ajetreados”. No contentos con eso, a veces arrojaban piedrecitas a los trabajadores, aunque sólo les hacían daño si los mineros se burlaban de ellos o los maldecían.
Por aquel entonces se descubrió en Alemania un mineral pavoroso, que nadie sabía para qué podía servir. De él dijo Agricola que “a menudo es extraordinariamente corrosivo, hasta el punto de agujerear las manos y los pies de los mineros”.
Tal vez por eso los mineros empezaron a llamarlo ‘kobolt’. Para nosotros, hoy, cobalto.