Los adultos ya casi lo hemos olvidado, pero las calculadoras más elementales que conocemos son nuestros dedos. Son las calculadoras menos complicadas, aunque no las más simples. Lo más simple, en realidad, sería usar sólo dos números. Sí, como las computadoras. Una mano más un dedo son seis dedos, pero intente sumar 101 y 110 en el sistema binario y comprenderá en seguida que, para usted y para mí, no es el método más práctico posible.
Por desgracia, sin embargo, los dedos de una mano no dan mucho de sí, y por eso nuestros antepasados inventaron el ábaco. He aquí uno de los primeros:
Los romanos construyeron los primeros ábacos portátiles en el siglo I antes de nuestra era, inspirándose en los que ya usaban los griegos y los babilonios (que quizá, a su vez, lo habían copiado de los chinos). Al principio, eran simplemente tablillas de arcilla o de cera donde uno iba haciendo muescas hasta obtener el resultado deseado.
Pero los romanos pronto comprendieron que era mucho más práctico usar piedrecitas. Como seguramente saben quienes han padecido un cólico nefrítico, 'calculus' en latín significa 'piedrecita'. Pero el inconveniente de los ábacos romanos era que usaban números... romanos.
Manejar un ábaco no es tan difícil como parece, al menos cuando uno no tiene otra manera de calcular la inclinación de un acueducto o la aparición de Venus en el horizonte. Eso no quiere decir que el ábaco fuera la única calculadora inventada hasta entonces. Casi todas las culturas se las han ingeniado para hacer cálculos cuando los dedos ya no dan abasto. Un ejemplo más bien misterioso es el yupana, que inventaron los incas y que nadie entiende muy bien:
Además, para anotar los resultados de aquellos cálculos los incas usaban estructuras hechas con nudos a lo largo de cuerdas: los quipus. El quipu era, a falta de inventarse la electrónica, el precursor de nuestros actuales 'discos duros'.
Que nosotros sepamos, la primera persona que intentó construir una calculadora fue Wilhelm Schickard, en el siglo XVII. Schickard era profesor de hebreo y matemáticas en la universidad de Tübingen. Pero en realidad era un hombre orquesta. En sus escasos 42 años de vida tuvo tiempo de aprender también árabe, persa, turco y etíope. No sólo eso. Era un experto en óptica y geodesia, imprimía grabados, y confeccionaba y publicaba mapas.
Lo cierto es que Schickard inventó la calculadora porque admiraba a un amigo suyo: el gran astrónomo Johannes Kepler. En 1617, Kepler había viajado a Württemberg en defensa de su madre, que había sido acusada de brujería, y fue cerca de allí donde los dos hombres se conocieron. Y simpatizaron.
Para simplificar los cálculos astronómicos, a Schickard se le ocurrió construir lo que él llamó un 'reloj calculador', que sustituyera las tediosas tablas de logaritmos que usaba su amigo Kepler. Schickard le envió sus esquemas por correo, pero en la oficina de correos se declaró un incendio y la carta fue devorada por las llamas.
Hacia 1632, el ducado de Württemberg, que era protestante, fue invadido por los católicos, que además de la Santísima Trinidad introdujeron la peste. Dos regalos no solicitados. Schickard trató de huir, pero sus obligaciones lo reclamaban y tuvo que regresar. No fue una buena idea. Toda su familia, él incluido, fueron víctimas de la epidemia, y las notas que describían sus inventos cayeron en el olvido.
Pocos años después, en Francia, el hijo de un inspector fiscal tuvo una idea. Su nombre era Blaise Pascal. Para simplificar la tarea de su padre, se le había ocurrido construir un mecanismo que hiciera todas aquellas sumas y multiplicaciones automáticamente. En un alarde de modestia, le puso por nombre la 'pascalina'. La pascalina sumaba y restaba números de hasta ocho cifras, y hacía más fácil multiplicar y dividir. Luis XIV otorgó a Pascal un privilegio real (lo que hoy llamaríamos una patente) y, diez años después, Pascal había vendido veinte de aquellos aparatos.
Pero eran demasiado caros y demasiado complicados. Además, los artesanos europeos se estaban organizando en gremios, y Pascal, que en el fondo era un intelectual y despreciaba los oficios manuales, no despertaba mucha simpatía entre aquel gremio. Después de fabricar setenta ejemplares, Pascal se cansó y, como buen intelectual, se dedicó a la filosofía.
Bastante más inteligente que Pascal era el gran Leibniz, el único competidor de Newton digno de tal honor. Leibniz también había tenido una idea, pero mucho más ambiciosa que la de Pascal. Se le había ocurrido crear un algoritmo –una serie de instrucciones sistemáticas– que permitiera probar o refutar cualquier proposición lógica que a uno se le ocurriese. Pero, para llegar a aquel fin, había que empezar por el principio, y el principio era construir una máquina calculadora.
Aunque el precursor de las computadoras electrónicas fue John von Neumann, dos siglos antes que él Leibniz ya había comprendido que el sistema binario –los ceros y unos de nuestras computadoras– era el más apropiado para hacer cálculos automáticos. En 1672, Leibniz terminó de construir su primera 'calculadora por etapas', que mejoraba el invento de Pascal multiplicando y dividiendo sin ayuda de nadie.
Leibniz llegó a exhibir su aparato ante los miembros de la Royal Society, en Londres. Quizá habría ganado dinero vendiendo aquel invento, pero el artesano al que encargó la fabricación entró en quiebra y vendió las piezas del aparato para pagar sus deudas.
Más de un siglo después, a comienzos del siglo XIX, un empresario llamado Joseph Marie Jacquard acababa de inventar un telar que usaba tarjetas perforadas para controlar las operaciones mecánicas y prescindir así de los operarios humanos.
Era una idea inspiradora –aunque no tanto para los operarios–. Combinando las ideas de Pascal y Leibniz con las del telar automático, un británico llamado Charles Babbage ideó una calculadora de enormes dimensiones que él llamó la 'máquina diferencial'. Para producir resultados de cincuenta cifras, la computadora de Babbage –un monstruo gigantesco accionado por una máquina de vapor– necesitaba nada menos que mil mecanismos diferentes. En la práctica, era un desafío difícil de afrontar para la tecnología de aquella época y el proyecto fracasó. Hace algunos años, sin embargo, el Museo de las Ciencias de Londres consiguió construir y poner en marcha la máquina diferencial de Babbage. Funcionaba.
En los años 70 del siglo XX, la invención de los transistores envió las calculadoras mecánicas al baúl de los recuerdos. Pero las ideas en que estaban basadas sobrevivieron, y fueron el trampolín que dio impulso a la informática de nuestros días. En un próximo capítulo hablaremos de ella.