En octubre de 1566, un joven aficionado al mundo de los astros llamado Tycho Brahe predijo que Solimán el Magnífico moriría cuando acaeciera el siguiente eclipse de luna. El sultán, un anciano octogenario, efectivamente se murió, aunque dos semanas antes del eclipse. En sentido estricto, la predicción no llegó a cumplirse, pero nadie pareció darle importancia y la fama de Brahe se extendió por todo el país. Por aquellos tiempos, la astronomía y la astrología eran más o menos lo mismo.
Tycho Brahe había nacido veinte años antes en una localidad de Dinamarca (hoy Suecia) en el seno de una familia aristocrática. Un tío suyo adinerado lo secuestró cuando tenía apenas dos años, se lo llevó a su castillo y, años después, lo envió a la universidad a estudiar derecho.
El sol se oculta
Pero lo que realmente fascinaba a Tycho eran las estrellas. Cuando tenía sólo catorce años, un eclipse total de sol, previamente anunciado, despertó su vocación. A partir de aquel día, estudiaba leyes durante el día y observaba el firmamento por las noches. Advirtiendo su interés, un profesor de matemáticas le dio a conocer el único libro de astronomía conocido por aquellos tiempos: el Almagesto de Ptolomeo. Otros profesores lo ayudaron también a construir esferas celestes y le proporcionaron instrumentos para medir las posiciones de las estrellas.
Otra cosa no había. Faltaba todavía medio siglo para que el fabricante de vidrio Hans Lippershey inventara el telescopio.
Con tales medios rudimentarios, sin embargo, Brahe observó por primera vez la superposición –o la conjunción, según los astrólogos– de Júpiter y Saturno, y reparó en que las tablas de datos astronómicos que estaban en uso eran muy rudimentarias. En algunos casos, los fenómenos celestes sucedían horas, o incluso días, más tarde o más temprano de lo previsto. Y Tycho se propuso perfeccionarlas.
Perder la nariz
Su pasión por las ciencias exactas, sin embargo, le costó un disgusto. En 1566, en el ardor de una disputa con otro estudiante sobre quién era el mejor matemático, terminó enfrentándose en un duelo con él. De noche, y espada en mano. La cosa pudo haber terminado peor, pero su adversario le rebanó la nariz, y a partir de entonces Brahe tuvo que acoplarse una nariz postiza, que llevó después durante toda su vida. (Según la biografía que uno consulte, la nariz había sido de plata, o incluso de oro, pero finalmente se ha determinado que era de latón).
En cualquier caso, el joven Brahe abandonó los estudios de derecho, y durante cinco años recorrió toda Europa en busca de instrumentos que le permitieran realizar su sueño: medir las posiciones de los astros con la mayor exactitud posible.
Había emprendido ya su ambicioso proyecto cuando, una noche, vio aparecer en la constelación de Casiopea una estrella imprevista. Era más brillante que Venus, y pocos días antes no había estado allí. Brahe acababa de asistir al nacimiento de una supernova.
En realidad, una supernova no es una estrella, sino el resplandor violento causado por una estrella. Durante millones de años, las estrellas van agotando el hidrógeno que las alimenta y convirtiéndolo en elementos cada vez más pesados. Tanto, que llega un momento en que la estrella no resiste su propio peso e implosiona. Y, al hacerlo, libera cantidades enormes de energía.
Para los astrónomos de la época, una supernova era una piedra en la sandalia desgastada de Aristóteles. Desde los tiempos del viejo filósofo se creía que el universo era eterno e inmutable, y por lo tanto las estrellas no podían aparecer y desaparecer así como así. De modo que aquella nueva luminaria, aseguraban los entendidos, sólo podía ser un fenómeno atmosférico.
Pero no lo era, y Brahe lo demostró observando el paralaje de la nueva estrella.
¿El paralaje? ¿Qué es el paralaje?
Detengámonos aquí un instante. Cuando usted viaja en tren, los árboles que ve pasar junto a las vías se mueven muy rápidamente, mientras que, en lontananza, las remotas montañas apenas se inmutan. Ese efecto óptico se llama paralaje. Cuando estamos en movimiento, el objeto que se mueve más despacio es el más lejano.
No había discusión posible. El paralaje de la supernova indicaba que estaba mucho más lejos que la luna. Y, por lo tanto, no podía ser un fenómeno atmosférico.
La noticia sacudió los cimientos de la astronomía. Resultaba que el firmamento no era inmutable, y para empeorar las cosas una nueva teoría de un tal Copérnico se estaba colando, a veces clandestinamente, en las bibliotecas de los sabios europeos. ¿No sería en realidad el sol el centro del universo?
Con aquella demostración, el prestigio de Tycho Brahe se extendió por toda Europa como la pólvora. Para el joven astrónomo empezaba una nueva vida. Ante el escándalo de la buena sociedad, contrajo matrimonio con una campesina y destinó una parte no pequeña de su fortuna a organizar fiestas por todo lo alto.
Aquella nueva vida, sin embargo, no estaba exenta de extravagancias. Contrató como sirviente a un enano que se jactaba de ser adivino, y adoptó como animal de compañía a un reno domesticado, que murió trágicamente tras emborracharse y caerse por las escaleras.
El castillo de Urania
Temeroso de que Brahe se llevara su observatorio a Alemania, como amenazaba, el rey Federico II le regaló una isla entera y le otorgó unas rentas fabulosas en aras de la astronomía. En aquella isla Brahe hizo construir un observatorio y se instaló a vivir en él. Pero no se conformó con un observatorio. Para confirmar la validez de sus mediciones hizo construir otro bajo tierra, e instaló además una imprenta… y el inevitable laboratorio de alquimia. En honor a la diosa de las estrellas, Brahe bautizó el edificio como 'Uraniaborg': el castillo de Urania.
De toda Europa acudían sabios, profesores y simples curiosos a la isla de Hveen para maravillarse ante aquel despliegue febril de actividad, que estaba perfeccionando hasta límites inimaginables las mediciones astronómicas.
Brahe era realmente ingenioso diseñando nuevos instrumentos, aunque le gustaba también rodearse de belleza y de las últimas novedades. Mientras contrataba a artesanos alemanes para construir los instrumentos más sofisticados, encargaba a artistas y arquitectos holandeses la decoración de su observatorio. Además, inventó un mecanismo de presión para poder disponer de aseos en sus instalaciones.
El matemático del Imperio
Pero Federico II murió en 1588, y el príncipe sucesor ya no sentía por el astrónomo la misma simpatía. Corrían rumores de que Brahe tenía un affaire con la reina, y el nuevo rey cerró a Brahe el grifo de los fondos del reino, que de todos modos eran ya exorbitantes. Finalmente, caído en desgracia y enemistado con la corte y con la Iglesia, Brahe abandonó su isla y terminó instalándose en Praga, como matemático oficial del Emperador. Nada menos.
Pero su afición a la buena vida le jugó una mala pasada. Algunos años después, durante un banquete de la corte, el epicúreo astrónomo había bebido más de la cuenta. El protocolo de aquellos festejos, sin embargo, era muy estricto y no permitía ausentarse ni para aliviar el exceso de líquido en el organismo. Brahe resistió como pudo, pero su vejiga no tuvo tanta suerte y se infectó irremediablemente.
Otras versiones sugieren que el famoso astrónomo fue envenenado por el rey de Dinamarca, en venganza por el adulterio de su madre, o incluso por un joven discípulo suyo llamado Johannes Kepler, que quería hacerse con todas sus observaciones. Y, como detalle curioso, hay quien asegura que el Hamlet de Shakespeare estuvo inspirado precisamente en aquel episodio.
Por qué caen las manzanas
En cualquier caso, tras la muerte de Brahe, Kepler se apoderó de todos sus datos antes de que la familia del difunto pudiera reaccionar. Fue el robo más provechoso en la historia de la ciencia. La precisión de los cálculos de Tycho Brahe permitió a Kepler describir matemáticamente el movimiento de los planetas, gracias a lo cual Newton pudo a su vez, años más tarde, enunciar la ley de la gravitación universal. Por una de esas carambolas de la ciencia, aquel eclipse que había despertado la vocación del joven Brahe terminaba finalmente explicando la caída de las manzanas.
A estas alturas, probablemente estará usted esperando que le anuncie que uno de los cráteres de la luna lleva el nombre de Tycho Brahe. Así es. Pero también la supernova que él descubrió lleva hoy ese nombre.