Aunque a primera vista no lo parezca, en la historia de la ciencia los avances han sido tortuosos, a menudo descorazonadores y, en muchos casos, erizados de riesgos. En el transcurso de los siglos, la verdadera ciencia ha tenido que abrirse camino por una estrechísima senda rodeada de dogmatismos, prejuicios, supersticiones, fraudes, fantasías, alucinaciones y creencias religiosas. Y, en los últimos tiempos, corrupción masiva.
Durante milenios, Aristoteles dixit fue la sentencia inapelable que detuvo el avance de la ciencia desde la Roma clásica hasta el Renacimiento. Hoy diríamos más bien ‘¡La ciencia soy yo, y tú te callas!’ Las empresas farmacéuticas y los políticos consentidores –o, simplemente, ignorantes– han rescatado ese viejo colofón autoritario que bloquea sin rechistar toda posibilidad de debate, científico o no.
Los intérpretes de la Biblia aportaron también su granito de arena. De eso sabían mucho, entre otros, Galileo y Miguel Servet, que lo sufrieron en sus carnes. Miguel Servet literalmente, ya que pereció en la hoguera, en Ginebra, a manos de los calvinistas.
La lista es larguísima. Ignaz Semmelweis fue denigrado y humillado por sugerir a los médicos que se lavaran las manos antes de asistir a un parto, y Afred Wegener padeció la marginación y el menosprecio de la ciencia ‘oficial’ por proponer –correctamente– que los continentes se movían.
Los escépticos de nuestros días –entre los cuales, por desgracia, me cuento– tienen que hacer cotidianamente ejercicios de funambulista entre dos bandos opuestos, enfrentados entre sí a cara de perro. Y sin poder tomar partido porque, por desgracia, los que tienen razón no siempre están en un mismo bando.
Por un lado, están los lamebotas de las grandes farmacéuticas y de fundaciones malévolas disfrazadas de filantrópicas. A día de hoy, por ejemplo, la Asociación Española de Pediatría sigue aún recomendando la inoculación de niños y lactantes con un producto de ARNm experimental frente a una enfermedad que, para un niño, es estadísticamente menos peligrosa que la caída de un rayo.
Por otro lado están los fanáticos del clima y los integristas de la salud, que viven en un mundo de amenazas apocalípticas perpetuas asociadas a plaguicidas, combustibles fósiles, colesterol y hasta eructos de animales herbívoros (curiosamente, sólo los que comemos), y que atribuyen cualidades mágicas o ponzoñosas a tal o cual alimento. Con un saldo final casi siempre desconcertante. Sí, el arroz integral es muy bueno para el intestino, pero contiene arsénico.
Es un equilibrio muy difícil, y psicológicamente agotador. Si publicas un texto, digamos, contra la OMS, tienes que aceptar que las vacunas contra el covid contienen grafeno, nanobots o veneno de serpiente. Si denuncias las patrañas del IPCC, el número de tus suscriptores disminuye y, al mismo tiempo, tienes que estar convencido de que unos científicos malvados controlan en secreto los huracanes mediante antenas y radares, o que las radiaciones 5G son deletéreas para la salud.
Hasta hace sólo unos decenios todo era mucho más sencillo. Era evidente que la Tierra no era plana, que giraba alrededor del sol y que en su interior no albergaba extraterrestres o viejos nazis escondidos. Unos astronautas habían pisado realmente la luna, y Hiroshima había sido destruida por una bomba atómica. Las vacunas habían salvado millones de vidas. Los exorcismos eran una barbaridad, y el agua no tenía memoria.
Pero, casi sin que nos diéramos cuenta, todo se empezó a complicar. El DDT, que había evitado millones de muertes por paludismo, aparecía de pronto (sin hacer daño a nadie) en la grasa de las focas. Los médicos instalaban en sus consultas aparatos de rayos X para observar durante minutos cómo funcionaba tu corazón. La talidomida era un medicamento apto para embarazadas. Comer huevos aumentaba alarmantemente el colesterol, la lluvia ácida destruía los bosques, y los gases de los sprays destruían la capa de ozono.
¿Cuáles de todas esas novedades eran peligrosas, y cuáles no? Para la inmensa mayoría de la población, no había manera de averiguarlo. Tenían que fiarse de la prensa, de la radio o de la televisión. Al fin y al cabo, en muchos países había una enorme variedad de medios de comunicación, y los periodistas estaban al acecho del menor fraude para sacarlo a la luz y ganar prestigio dentro de su profesión.
Todo eso, por desgracia, ha ido cambiando. Las organizaciones ecologistas empezaron a recibir fondos de donantes sospechosos, las farmacéuticas descubrieron que provocando enfermedades o sembrando el miedo y la alarma vendían mucho más, y los políticos sobornables comprendieron que, precisamente por serlo, eran también chantajeables.
La situación aún podría haberse enderezado cuando apareció Internet. Pero pronto se hizo patente el gran problema que Internet estaba creando. La oferta de servicios por Internet empezó a crecer exponencialmente y, para hacer frente a la competencia, los precios tuvieron que reducirse a cero. En Internet, al principio, todo tenía que ser gratuito. Incluida la información.
No sé si ha habido algún antecedente en la historia de la economía. Si hay demanda, un producto en venta, por definición, tiene que tener un precio. Cuando el precio de tu producto no te compensa lo que has invertido en él, cierras el negocio y te dedicas a otra cosa. En condiciones de mercado normales, la oferta nunca puede llegar a ser infinita.
Pero Internet tenía dos peculiaridades novedosas. Y peligrosas. En primer lugar, los productos se podían copiar fácilmente, y las jurisdicciones nacionales eran impotentes para proteger los derechos de autor en un mundo que, de pronto, ya no tenía fronteras. Y sucede que el plagio sin riesgo sí puede crear una oferta infinita. Y mantenerla indefinidamente.
En segundo lugar, las comunicaciones por Internet no son transparentes. Lo que nosotros vemos en la pantalla es sólo una parte de lo que realmente está sucediendo. Sin que nos demos cuenta siquiera, nuestro interlocutor puede estar extrayendo de nosotros más información de lo que nos imaginamos. Peor todavía: puede registrarla y analizarla con herramientas sofisticadas, para averiguar nuestras costumbres y nuestras preferencias.
Esa información es muy valiosa para las empresas. No es lo mismo anunciar un perfume por la televisión para millones de personas de cualquier sexo y edad que dirigirse sólo a las jóvenes solteras y convencerlas de que nuestro perfume las hará más seductoras.
Sí, he dicho ‘convencerlas’. Las técnicas de persuasión publicitaria estaban ya muy desarrolladas cuando apareció Internet. Y en ese momento ocurrieron dos cosas.
Para sobrevivir, los medios de comunicación empezaron a vender solapadamente información de sus usuarios a otras empresas. Y, al mismo tiempo, muchas empresas comprendieron que podían persuadir a la población ofreciéndoles publicidad disfrazada de información. Los medios de comunicación cedieron. Al fin y al cabo, ante una oferta infinita sólo les quedaba una alternativa: cerrar el negocio.
El nuevo negocio de la ‘persuasión’ controlada –lea usted ‘manipulación’, si lo prefiere– era demasiado tentador para desaprovecharlo. No sólo para las empresas, sino también para los gobiernos y otras organizaciones. ¿Quiere usted ganar las próximas elecciones? Nada más fácil. Entregue generosas subvenciones a los principales medios de comunicación y ‘sugiérales’ que cuenten lo que a usted le interesa que cuenten. Y que oculten lo que no le interesa.
¿Aunque sean verdades parciales o falsedades? Sí, por qué no. Quien paga, manda, y el fin justifica los medios. Es cierto que pueden surgir, aquí y allá, medios independientes que revelen la verdad, pero también para eso hay solución. Financie usted toda una red de ‘verificadores’ prestigiosos que defiendan las mentiras oficiales. Tilde a sus oponentes de conspiranoicos, negacionistas, anti-xxxxx o de extrema derecha, y sus lectores quedarán automáticamente programados, como los perros de Pavlov, para rechazar visceralmente lo que a usted no le guste.
El Renacimiento terminó con la Edad Media, y también con aquel Aristoteles dixit que paralizó el avance de la ciencia durante siglos. El mundo de hoy es infinitamente más complejo, y esta nueva Edad Media en la que estamos entrando va a ser mucho más difícil de cancelar. La tecnología, por desgracia, nos está haciendo cada vez menos libres. Y, si nos descuidamos, el mundo distópico que Orwell y Huxley imaginaron podría pasar a la historia, simplemente, como un juego de niños.