Aquí y allá, las cabras triscaban a sus anchas por la ladera del monte. Pero, en los últimos tiempos, Kaldi había notado que saltaban y corrían como si estuvieran de fiesta. Además, ya no dormían tanto como antes. ¿Por qué sería?
Como todos los pastores, Kaldi tenía tiempo de sobra para pensar. Corría el siglo IX, y en la soledad inmensa de las montañas de Etiopía no había mucho más que hacer. Por fin un día, observando cómo sus cabras comían con deleite las bayas rojas de ciertos arbustos, Kaldi se decidió. Comió unas cuantas bayas él mismo y esperó.
No tardó en sentir sus efectos. Podía caminar mucho más tiempo sin cansarse, y por la noche le costaba conciliar el sueño. Recogió un puñado de bayas para el camino, y en un monasterio cercano relató su descubrimiento. Pero los monjes se inquietaron. Aquellas bayas podían traer algún maleficio. Y las arrojaron al fuego.
El aroma que emanaba de aquel fuego se extendió por todo el monasterio. Poco a poco, los demás monjes acudieron, inhalaron con deleite los tostados efluvios y, finalmente, acordaron probar aquellas bayas en forma de té. Fue mano de santo. Ahora, gracias a aquel té, podían orar toda la noche sin dejarse vencer por el sueño.
A comienzos del siglo XV, la nueva bebida llegó a La Meca, y los salones de café proliferaron por toda la ciudad. Estimulados por el nuevo brebaje, muchos de sus habitantes se reunían para filosofar y comentar las últimas novedades –no siempre halagüeñas– en torno a sus respectivas tazas de café.
Un invento diabólico
Aquellas reuniones fueron el comienzo de un largo conflicto con el poder. Y no sólo en La Meca. En 1675, el rey Carlos II de Inglaterra prohibió de un plumazo los salones de café. En ellos –se había enterado– se tramaban intrigas y asechanzas que amenazaban la estabilidad de la monarquía. Pero, igual que había sucedido en La Meca dos siglos antes, la reacción de la población fue tan airada que el monarca tuvo que echar marcha atrás.
También el imperio otomano desconfiaba, y no sólo de las revueltas que se gestaban entre sorbo y sorbo de café. Una de tantas interpretaciones de la ley islámica había decidido que el café era una sustancia embriagante. Una droga, vaya.
En la católica Italia, el café estaba igualmente mal visto. Una bebida que deleitaba a los musulmanes –se murmuraba en el Vaticano – no podía traer nada bueno. Algunos sacerdotes clamaban, incluso, que era ‘una invención de Satán’. Cierto día, sin embargo, el papa Clemente VIII sintió curiosidad y se decidió a probarlo. Y le gustó. A partir de aquel momento, declaró solemnemente Su Santidad, el café era ya apto para los cristianos.
En 1645 abrió en Venecia la primera ‘cafetería’ de la historia. La nueva bebida se extendió en poco tiempo por Europa, y se hizo tan famosa que en Lepzig, casi un siglo después, J. S. Bach compuso la llamada ‘Cantata del café’. En ella, el padre de una joven protagonista recrimina a su hija que sea tan adicta a aquella nueva bebida. Que, según la muchacha, es “más deliciosa que mil besos”.
Hubo otros intentos de prohibir el café. Y todos terminaron fracasando. En Suecia, el rey Gustavo III llegó incluso a confiscar las tazas de sus consumidores. Y, en Prusia, Federico el Grande prohibió también la nueva bebida, alarmado por la disminución del consumo de cerveza. Pero, al final, todo terminaba siendo inútil.
La retirada otomana
A finales del siglo XVII, el imperio otomano llegó hasta las puertas de Viena y puso cerco a la ciudad, hasta que una coalición de ejércitos europeos acudió a liberarla y consiguió rechazar a los atacantes. Cuando los otomanos se retiraron, los vieneses encontraron en un viejo almacén, abandonados, una gran cantidad de sacos de café.
Al principio, nadie sabía qué hacer con ellos, pero un espía ucraniano llamado Georg Kolschitzky, que había vivido en Constantinopla, conocía el secreto de su preparación. Suya fue la idea de añadir al café leche y azúcar, y suya fue la primera cafetería que abrió sus puertas en Viena: “Zur blauen Flasche”. En español: La botella azul.
Sus efectos, paso a paso
Químicamente hablando, el café (Coffea arabica) tiene una composición muy compleja. Y por eso sus efectos sobre el organismo son, aunque a primera vista no lo parezca, muy diversos. Pero, como todos sabemos, el protagonista entre todos ellos es la cafeína.
La estructura molecular de la cafeína es muy similar a la de la adenosina. ¿Por qué es importante esa similitud? Porque la adenosina se va acumulando en nuestro cerebro a lo largo del día. Al caer la noche, esa acumulación es suficiente para que sintamos ganas de dormir. Después, cuando dormimos, los niveles de adenosina disminuyen, y a la mañana siguiente el ciclo vuelve a empezar. Es la vida.
¿Cómo hace la cafeína para hacernos sentir en forma? Engañando a nuestro cerebro. La cafeína bloquea los receptores de adenosina. Y, cuando nuestro cerebro no percibe la adenosina, no nos sentimos cansados.
Además, cuando se bloquean los receptores de adenosina aumenta nuestra producción de dopamina y de norepinefrina. ¿Qué quiere decir esto? Que nuestras neuronas trabajan más aprisa, nos sentimos más felices y motivados, y se agudiza nuestra capacidad de atención.
¿Quiere usted saber cómo sucede eso, paso a paso? Veamos:
Durante los primeros 10 minutos, la cafeína (y, si usted lo ha añadido, el azúcar) irrumpe en nuestro torrente sanguíneo. Nuestro corazón empieza a latir más aprisa y nuestra presión arterial aumenta. Entramos, por así decirlo, en estado de alerta.
Entre el minuto 15 y el 45, los niveles de cafeína en nuestra sangre alcanzan su máximo. Nos sentimos despiertos y seguros de nosotros mismos, y aumenta nuestra capacidad de concentración. Todo nuestro organismo se pone en acción. Quemamos más grasas, y el aumento de adrenalina en nuestra sangre nos hace más atrevidos y más activos físicamente. Buen momento para buscar pareja.
Entre la primera y la segunda hora, los efectos se van atenuando. Si ha desayunado usted huevos o si su refresco contenía taurina, aguantará todavía un poco más, pero el cansancio de todos modos se empieza ya a notar.
Desde la tercera hasta la sexta hora, nuestro organismo sigue procesando la cafeína. Bébase usted ya otro café si no quiere empezar a sentirse cansado, ansioso o irritable. La adenosina, por fin, ha retornado al campo de batalla. Y se nota.
¿Eso ha sido todo? No crea. Durante las seis horas siguientes, nuestro hígado y nuestros riñones seguirán todavía eliminando, sigilosamente, la entrometida cafeína. ¿Es usted muy cafetero? Pues me temo que ahora tendrá que tomarse otro café, si quiere evitar el síndrome de abstinencia.
¿Tan mala es esa bebida, entonces? No sé: decida usted. Si le parecen fiables los estudios epidemiológicos, sepa que prácticamente todos son positivos. ¿A cambio, le compensará convertirse en un… bueno, sí, en un drogadicto?
Quién sabe. Pero no lo olvide: la cafeína no nos aporta energía. Hace sólo que el cansancio y el sueño se queden al otro lado de la puerta, esperando.
Muy amena e instructiva tu nota Ricky, y en mi caso particular (que tomo mucho café) me dejas muy claro el porqué últimamente me he estado sintiendo particularmente cansado y fastidiado antes del anochecer. Ahora será una taza (por la mañana) en todo el día.
Gracias.
He rectificado la última frase de esta breve historia del café. La cafeína hace esperar al sueño, no al insomnio, como yo por despiste había escrito. Tuve una semana muy atareada y he tenido que escribir el post en una mañana, prácticamente sin tener nada preparado. Pero me parece que no ha quedado mal. Me gusta casi tanto como el café. ;)