El arte de la fuga es probablemente la última composición musical de J. S. Bach, que quedó inacabada. Es una obra rodeada de misterio. Hay quien ha creído ver en sus notas esotéricas relaciones numéricas, y en los años 80 gozó de cierta fama un libro que relacionaba su música con un intrincado teorema de Gödel y con los dibujos imposibles de M. C. Escher.
No seré yo quien meta las narices en temas tan abstrusos, y menos en este blog. Lo que siempre me ha intrigado de El arte de la fuga es que su autor no dejó escrito en qué instrumento(s) estaba pensando cuando lo compuso.
He escuchado versiones con todo tipo de instrumentos, pero ninguna me ha dejado satisfecho. Si tuviera que explicar por qué, lo resumiría en una sola palabra: el timbre.
Cada instrumento musical (y cada orquesta) tiene una personalidad específica, incluso interpretando una misma nota. Esa ‘personalidad’ es lo que llamamos ‘timbre’, y es lo que nos permite distinguir una guitarra de un saxofón, de unos timbales o de la Filarmónica de Viena.
Por alguna misteriosa razón, nuestros lenguajes no tienen palabras específicas para los timbres, y tenemos que hablar de ellos comparándolos con otras sensaciones. Si tuviera que escoger una palabra para describir el timbre, diría que es el ‘color’ de las notas musicales.
Los armónicos
Cada nota de un pentagrama representa una frecuencia sonora. La frecuencia de un sonido nos indica si el aire que llega a nuestros oídos vibra más despacio o más aprisa. Pero si usted escuchara la novena sinfonía de Beethoven sustituyendo cada nota de la partitura por su frecuencia, sin más, se moriría de aburrimiento. En realidad, los instrumentos musicales tienen una riqueza expresiva mucho más interesante.
Cuando pulsamos un do en el teclado de un piano, lo que nos llega a los oídos es mucho más que una única frecuencia. Es también una sofisticada combinación de múltiplos de esa frecuencia, que ‘colorean’ nuestro do con una personalidad inconfundible: la personalidad, en este caso, de un piano. Esos múltiplos de la frecuencia original son lo que llamamos ‘armónicos’.
Pero nuestro cerebro no llega a tanto. Lo que nuestro cerebro percibe es, simplemente, ‘do’. Y si volvemos a tocar el piano doce teclas más adelante (o más atrás), percibiremos igualmente un ‘do’, sólo que más agudo (o más grave). Los armónicos que ‘colorean’ ese do, sin embargo, no somos capaces de diferenciarlos. Sólo podemos referirnos a ellos –vagamente– como ‘música de piano’.
Igual que sucede con los aromas o los vinos, el protagonismo de cada armónico en un instrumento depende de factores muy sutiles: la calidad de la madera o del metal del que está hecho, su forma y tamaño, la técnica de la persona que lo hace sonar y, si me apuran, hasta la temperatura, la humedad del aire o la acústica del recinto.
El encanto de la mandolina
¿De dónde salen esas frecuencias armónicas? Las vibraciones de una cuerda de violín, o de la lengüeta de un saxofón, actúan como un abanico que empuja rítmicamente el aire a su alrededor. Si estudiamos la presión del aire así agitado por nuestro abanico, observaremos que depende de circunstancias muy sutiles. No es lo mismo abanicarse dentro de un armario –el aire rebotará en las paredes– que al aire libre, o dentro del agua.
Lo que importa de esta comparación es que las oscilaciones del aire son, en los dos casos, muy complejas. Las podemos representar en forma de ondas superpuestas. Por ejemplo, así:
No parece fácil simplificar esta gráfica. Pero, si imaginamos que cada uno de sus componentes tiene un ‘peso’ relativo, podemos determinar dónde está su ‘centro de gravedad’. Que es lo que los técnicos conocen como ‘centroide espectral’. El centroide espectral es, por así decirlo, la ‘marca de fábrica’ de un instrumento.
Otra de las ‘marcas de fábrica’ de un instrumento es la envolvente. La envolvente nos dice cómo se comporta el instrumento desde que sus notas empiezan a sonar hasta que su sonido se agota. En un piano, por ejemplo, las notas empiezan a sonar instantáneamente, porque se producen golpeando con un pequeño mazo una cuerda previamente tensada. En un violín, en cambio, las notas despiertan perezosamente, como saliendo de un largo sueño.
La envolvente explica, por ejemplo, por qué un mismo cantante puede interpretar una canción de distintas maneras y sonar cada vez diferente. O por qué una mandolina suena diferente de una guitarra.
Un zoológico de emociones
¿Hay más maneras de distinguir una voz humana de otra? Sí. Igual que en una cordillera hay unas cumbres que sobresalen más que otras, en la voz humana la energía se concentra también en determinadas frecuencias, que marcan de manera inconfundible las vocales y consonantes que pronunciamos. Y que, como todos hemos podido comprobar, varían también con la edad. Los expertos las llaman ‘formantes’.
A diferencia de las notas o del ritmo, el timbre sólo se puede indicar en una partitura en términos vagos, con palabras como ‘flauta’, ‘tuba’ o ‘violoncello’. Aun así, ha habido compositores que han tratado de experimentar con él. El compositor Arnold Schönberg lo intentó en una de sus obras. Quería averiguar si los cambios de timbre podían crear una tensión parecida a la de la música tonal.
(La música tonal es la que nos despierta algún tipo de emociones. A diferencia de la que suelen infligirnos los compositores de música clásica contemporánea).
Quizá es ese el mayor encanto del timbre, que nos recuerda la diversidad de los seres humanos, o incluso de los seres vivos. Si me permite usted la metáfora, una orquesta es como un pequeño zoológico. Desde el gorjeo agudo y nítido del piccolo, sin apenas armónicos, o el estallido confuso de los platillos, hasta los cambios de estado de ánimo del clarinete o el retumbar tormentoso de los timbales, una sinfonía no es otra cosa que un diálogo imaginario y armonioso entre personajes variopintos.
Aunque perfectamente inútil si no se traduce en emociones.