Si ha leído usted la famosa novela “La guerra de los mundos”, de H. G. Wells, posiblemente recuerde el arma mortífera que usaban los marcianos que acababan de invadir la Tierra: un rayo terrorífico que arrasaba bosques, ciudades y personas. Como suele suceder, sin embargo, la idea de Wells no era del todo nueva. Sólo tres años antes, en 1895, el físico Wilhelm Röntgen había descubierto un nuevo tipo de radiación electromagnética, que hoy conocemos como rayos X.
Apenas unos meses después, un ingeniero croata emigrado a Estados Unidos replicaba ya en su laboratorio los experimentos de Röntgen. Se llamaba Nikola Tesla, y se había independizado después de trabajar para el famoso inventor Thomas Edison. Por aquel entonces, sus experimentos consistían en radiografiar el cuerpo humano a más de 10 metros de distancia. Pero los rayos X –al menos instantáneamente– no mataban.
Rayos y truenos
La corriente alterna de Tesla estaba ya ganando una batalla decisiva a Edison, y Tesla empezaba a plantearse una de las grandes obsesiones de su vida: la transmisión de energía sin cables.
En 1915, el ya famoso Tesla empezó a hablar de un nuevo invento que acabaría para siempre con las guerras. “Toda la energía de Nueva York –escribió– concentrada en un rayo sería ineficaz. Se dispersaría rápidamente. Mi aparato proyecta partículas microscópicas capaces de concentrar y enviar una energía billones de veces más intensa que la de un rayo”. Según él, tan descomunal energía, que podía ser extraída de la ionosfera, viajaba a 430.000 kilómetros por hora.
Parece una velocidad un tanto fantasiosa, pero Tesla invocaba nuevas leyes de la física “con las que nadie ha soñado todavía”. Su haz de partículas, afirmaba, concentraría cien mil millones de watios en la cienmillonésima parte de un centímetro cuadrado. Suficiente para derribar 10.000 aviones enemigos a 400 kilómetros de distancia. Y le puso nombre: la “telefuerza”. Con aquella nueva arma sería posible crear, en torno a los Estados Unidos, una cerca virtual capaz de destruir al instante cualquier avión enemigo: una “muralla china invisible”.
La prensa, sin embargo, le encontró un nombre más efectista: el rayo de la muerte. Algunos diarios hablaban incluso de una torre de 20 plantas en el estado de Colorado que lanzaba descargas eléctricas a muchos metros de distancia. El trueno que producía, aseguraban, se podía oír a más de 20 km.
Tesla no fue el único inventor de hipotéticos rayos deletéreos. Uno de los más destacados fue Marconi, el inventor del telégrafo sin hilos, pero hubo también un español emigrado a Estados Unidos, Antonio Longoria, que aseguraba ser capaz de matar una paloma a cuatro millas de distancia, e incluso un ratón encerrado en una caja de metal, y que declaró haber vendido sus patentes por seis millones de dólares.
En 1937, la segunda guerra mundial empezaba a parecer inevitable. Durante una reunión mantenida en la embajada de Yugoslavia, Tesla proclamó que había construido su generador de rayos de ‘telefuerza’, que daría a conocer en pocos meses. En Croacia, su país natal, se alzaron voces pidiendo al inventor que instalara su aparato en aquel territorio, en prevención de una posible invasión nazi, pero nadie se ofreció a financiarlo. El anunciado aparato nunca salió a la luz. Poco tiempo después, Tesla fue arrollado por un automóvil mientras cruzaba una calle. Fue el principio de su descenso a los infiernos.
Los últimos años
Para entonces, la salud de Tesla era ya precaria. Una dieta delirante lo había dejado prácticamente en los huesos. Había dejado de comer carne y cualquier otro tipo de alimento sólido. Sólo tomaba miel, leche tibia y un brebaje hecho de alcachofas y apio. Y sus finanzas estaban a la altura de su salud. Tenía ya casi ochenta años y vivía, simplemente, de su fama. Iba saltando de hotel en hotel por todo Manhattan, acumulando ejemplares de periódicos y alpiste para pájaros. Cuando el hotel comprendía que sus cuentas sin pagar importaban ya más que su prestigio, le denegaba el alojamiento... y Tesla resolvía el problema cambiando de hotel.
En 1943, la habitación que ocupaba tenía colgado en la puerta permanentemente un aviso de ‘No molestar’. Una empleada del hotel, sin embargo, se atrevió a entrar y se encontró con el anciano Tesla sin vida. Un sobrino del inventor, que era por entonces embajador de Yugoslavia en aquel país, acudió rápidamente al hotel en cuanto se enteró de la noticia.
El embajador averiguó entonces que, en un hotel cercano, el anciano Tesla se había dejado una caja fuerte sin abrir. Cuando acudió a aquel hotel y el gerente la abrió delante de él, encontraron en su interior un paquete de papel de estraza acompañado de una nota del propio Tesla. Sólo había una manera segura de abrir el paquete, decía la nota. Si no se hacía correctamente, el paquete estallaría. Los empleados del hotel que habían acudido a curiosear echaron a correr, espantados.
Sin embargo, todo lo que apareció en su interior fue un resistómetro, un aparato ordinario que sólo servía para medir la resistencia eléctrica. Aun así, el gobierno de Estados Unidos, temeroso de que las notas de Tesla –y, por lo tanto, el ‘rayo de la muerte’– cayeran en manos de la Alemania nazi, requisó todos los documentos que encontró y encargó a un físico que los estudiara detenidamente. El físico, finalmente, explicó que todas aquellas notas eran sólo “especulativas, filosóficas y promocionales” y no tenían ningún fundamento científico.
La estela del rayo de la muerte
Durante la guerra, Tesla había tratado de vender su rayo destructor a varios países, aunque sólo el gobierno soviético pareció interesado y le asignó fondos. Sin embargo, nunca se supo lo que sucedió con aquel proyecto. Excepto que, en los años 1960, Nikita Khrushchev fanfarroneó ante el mundo asegurando que la Unión Soviética estaba ya desarrollando una nueva arma “fantástica”. Hasta hoy. Y, en plena guerra fría, el ejército de Estados Unidos emprendió una operación ultrasecreta llamada ‘Project Nick’, de la que tampoco se ha vuelto a tener noticia.
El último intento conocido fue la famosa ‘guerra de las galaxias’ propiciada por Ronald Reagan: un enjambre de satélites artificiales capaces de destruir al instante cualquier misil enemigo mediante rayos láser o similares. El proyecto se llevó cerca de seis mil millones de dólares, pero terminó arrumbado en el desván de la historia con la caída de la Unión Soviética.
Aunque el proyecto murió, la idea nunca abandonó a los militares, y en 2014 la Marina de Estados Unidos materializó una tecnología basada en rayos láser, más conocida como ‘armas de energía dirigida’, de la que muy poco se sabe y que ha dado lugar a inquietantes especulaciones.
El ‘rayo de la muerte’ no fue la única idea novelística de Nikola Tesla. El excéntrico inventor investigó también la posibilidad de producir terremotos explosionando cartuchos de dinamita, y de derribar edificios generando frecuencias de resonancia que hicieran vibrar su estructura.
Las leyendas tampoco han faltado. Hay quien asegura, por ejemplo, que en 1918 Tesla consiguió lanzar un rayo láser que llegó hasta la luna. Y alguna que otra mente febril ha sugerido que la catástrofe de Tunguska (una antigua explosión en un bosque de Siberia, probablemente causada por un meteorito) fue consecuencia de los experimentos de Tesla.
Parecería una hipótesis descabellada si no fuera porque, en 1973, un artículo publicado en Nature aseguraba que aquel suceso pudo haber tenido otro origen: la interacción de nuestro planeta... con un ‘mini-agujero negro’.
La mente humana, indudablemente, nunca descansa.