En enero de 1992, el carguero griego Ever Laurel se encontraba navegando en mitad del Océano Pacífico. Había zarpado de Hong Kong y se dirigía al puerto de Seattle. Atrapado en una tempestad y zarandeado por olas de 12 metros de altura, uno de los contenedores se agrietó y cayó al océano con un multicolor cargamento de juguetitos de plástico. Abandonados a su suerte, 7.200 patitos amarillos se dispersaron y fueron arrastrados por las corrientes marinas. La epopeya que protagonizaron los llevó a recorrer más de 27.000 kilómetros, hasta terminar varados en las costas de Hawaii, Alaska, Escocia, Japón, Terranova, Sudáfrica y Australia. Algunos, incluso después de pasar largo tiempo congelados en los hielos del Ártico.
Si ha leído usted el cuento de Pulgarcito, adivinará lo que viene a continuación. Al enterarse de la noticia, el oceanógrafo Curtis Ebbesmayer comprendió que aquel suceso era una oportunidad única de visualizar las corrientes marinas a lo largo y a lo ancho del planeta. Consiguió dar publicidad al suceso, y creó un sitio web para que pescadores y veraneantes de todo el mundo comunicaran cuándo y dónde habían encontrado alguno de aquellos patitos. Gracias a Ebbesmayer, ahora ya sabemos que un patito de juguete arrastrado por la corriente viene a tardar unos tres años en dar la vuelta al mundo.
Por qué se mueven los mares
Los movimientos del océano son muy enrevesados. Los que transportaban a aquellos patitos -es decir, las corrientes superficiales- son los más evidentes. Y están impulsados, principalmente, por el viento. El viento no sólo arrastra el polvo de los caminos o las hojas secas del otoño. Aunque no siempre salte a la vista, la superficie del mar deambula también siguiendo los caprichos del viento. Y, en ese movimiento, arrastra a las aguas más perezosas que tiene debajo. Cuando el viento es muy fuerte, las corrientes que genera pueden llegar a tener 400 metros de profundidad. Pero las corrientes marinas superficiales sólo afectan a un 10% del volumen total de los océanos.
A mayor profundidad las cosas son muy distintas. Allá abajo, las aguas obedecen las mismas leyes que los globos en la atmósfera. Cuando el agua es menos densa, pesa menos y, por lo tanto, se eleva. Es lo que ocurre en la atmósfera, por ejemplo, con los globos de aire caliente. Pero en el mar las cosas son algo más complicadas, porque la densidad del agua no depende sólo de su temperatura. Aunque el agua del mar es salada, no siempre contiene la misma proporción de sal. Es decir, no siempre tiene la misma densidad.
Resumiendo: el agua más fría y más salada se va hacia el fondo, mientras que el agua más cálida y menos salada flota. Entre esos dos extremos, todas las combinaciones son posibles. Parece complicado, sí, pero todavía es peor. Cuando el sol calienta el agua, la evapora. Es decir, su temperatura aumenta –y, por lo tanto, tiende a flotar– y su densidad aumenta también –y, por lo tanto, tiende a hundirse–.
Empieza a ser un lío, ¿verdad? Pues eso no es todo. Cuando hace mucho frío el agua del mar se congela, pero la sal no. La sal se queda fuera, y el agua que no se ha congelado se vuelve más salada. Y, por lo tanto, su densidad aumenta. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el norte del Océano Atlántico, donde el agua fría y densa tiende a hundirse, y es sustituida por las aguas más templadas que vienen del sur.
Pero no se relaje todavía. Cuando llega el verano, el agua deshelada recupera la sal que había perdido y el agua de la superficie, ahora más diluida, se resiste a hundirse. Ese tira y afloja permanente del agua de los océanos de nuestro planeta termina configurando lo que los expertos llaman “circulación termohalina” (del griego 'halos', que significa 'salado'). Y está influido también por las mareas y por los entrantes y salientes de las costas y del fondo marino. Por si eso fuera poco, el efecto Coriolis, causado por la rotación de la Tierra, empuja esas corrientes hacia la derecha en el Hemisferio Norte y hacia la izquierda en el Hemisferio Sur.
A vueltas con los océanos
A usted y a mí, ese complicado encaje de bolillos nos parecerá -nunca mejor dicho- un verdadero maremágnum. Pero no se engañe: a los científicos también. Por mucho que le cuenten los 'expertos', no es posible construir un modelo que refleje el resultado final de esa infinita complejidad de interacciones. Aunque, por suerte, no hace falta recurrir a ningún modelo. Los océanos saben más que nosotros y nos han dado ya la respuesta.
La respuesta se llama 'Cinta transportadora oceánica', y es el resultado de aunar todos esos factores: las corrientes impulsadas por el viento, las mareas, los hielos, los fondos marinos, el efecto Coriolis y la circulación termohalina.
Un caso particular es la Corriente del Golfo. En el ecuador, el sol calienta la superficie del Océano Atlántico, que los vientos alisios empujan hacia el Golfo de México. Allí, la temperatura del mar puede llegar en verano a los 30 °C. Debido, en parte, al efecto Coriolis y en parte al viento, aquellas aguas cálidas son empujadas hacia las Azores, y poco después se dividen en varias ramificaciones. Unas, hacia el norte, se van enfriando poco a poco hasta llegar a Groenlandia y el Ártico. Otra, por último, vira hacia el sur, y siguiendo la costa de Portugal regresa al ecuador, cerrando así el circuito. Las islas Canarias, con su perpetua primavera, son simplemente la penúltima etapa de regreso de la Corriente del Golfo.
Cuando aquel patito amarillo que flotaba frente a las costas de Liberia retorne a su punto de partida, habrá recorrido cerca de 10.000 kilómetros en menos de dos meses. A una velocidad de 8 km/h, la Corriente del Golfo empuja hacia Europa nada menos que cien millones de metros cúbicos por segundo. Eso, sin contar los peces y otras criaturas marinas del Caribe que la aprovechan para hacer turismo gratis.
El calor que transporta continuamente la Corriente del Golfo es enorme, y de no ser por él la temperatura en Europa sería entre cinco y diez grados más fría que la actual. No sólo eso. Las aguas templadas del trópico que llegan al Atlántico Norte permiten a los barcos navegar hasta los fiordos de Noruega, e impiden que los islandeses puedan llegar a Groenlandia en automóvil. Sobre el hielo, naturalmente.
La circulación termohalina influye en el clima de los cinco contienentes. Como el agua retiene el calor durante más tiempo que la tierra, las corrientes del océano lo van distribuyendo desde las regiones cálidas hasta las más frías. Son las autopistas más largas del mundo, pero han sido necesarios 7.200 patitos de juguete para poder visualizarlas.
Si alguna vez ha sentido usted deseos de arrojar al océano una botella con un mensaje, está de suerte. En este sitio web puede averiguar hasta qué lugar del mundo llegaría su botella:
Que alguien conteste o no a su mensaje, dependerá de la suerte... y de lo que quiera escribir en él. Hace ya muchos años yo me encontré con uno en una playa, y dio resultado.
Una vez más, pido disculpas por un par de errores que acabo de subsanar. Los mecanismos de la circulación termohalina son un quebradero de cabeza, y mi mente es demasiado propensa a los cortocircuitos, que ya me han llevado a meter la pata unas cuantas veces. Declarado queda.